Caminaba por la calle, nadie a la
vista, las luces de las casas acompañaban mi andar. Dejé de preocuparme del
presente, no me interesaba ni siquiera el frío del momento, era de esos instantes
donde la mente vuela y el cuerpo sigue su mecánica. Transitaba como un autómata
con la mirada fija al suelo para no caer, mi imaginación dibujaba realidades que el tiempo
vigente no puede contener.
El reloj de mi celular era el
lazo que ataba mi fantasía con la realidad. Miraba la hora y las inútiles esperanzas
surgían. Eran las ocho y treinta de la noche, yo esperaba una llamada que nunca
llegaría pero mi ser pedía a gritos que llegue.
Quería que ella me llame y diga
que quiere verme, que diga que está camino a mi casa, que la espere. Mi egoísmo ambicionaba que ella deje todo por
esa noche. Cuando llegara la abrazaría, le diría que busquemos un lugar para
poder hablar, iríamos a una cafetería
donde mi salario alcance para dos tazas de café y unas galletas. Una escena
cursi y pretenciosa de película norte americana. Conversaríamos en medio del
café, diría que me quiere y yo respondería con un intento de beso, ella me
apartaría, diría que no es la respuesta que esperaba, yo me disculparía. Saldríamos de la cafetería sin rumbo, dejando
que la noche siga consumiéndose entre risas e historias personales, ella
miraría mis labios, pero es cobarde y lo dejaría solo en una inspección. Un
nuevo abrazo nacería, uno más cálido, el beso pretendido se lograría. Yo haría
una invitación a mi casa y un “sí” sería lo que escuchará.
Pero nada de eso ocurrió, mi camino
terminó, mi fantasía se detuvo, yo ya estaba en la puerta de mi casa. Entre caminar
e imaginar, mi ruta concluyó. Toda esperanza se fue con el sonido de las llaves
al abrir la puerta, estaría solo y la realidad me ayudo a comprenderlo. Tenía
lista una pequeña historia. Los elementos narrativos estaban ahí, tenía los
personajes, los escenarios, los diálogos y la trama, solo me faltaba el papel o
una llamada.
Francisco Contreras
Quito- Ecuador