miércoles, 8 de octubre de 2014

Carne molida.



Curiosamente, aquella noche, el charco de sangre  era diferente.

Ya era hora de salida, seis de la tarde, tiempo para cerrar mi vieja carnicería. Me puse abrigo grueso por el frío y un  sombrero. Pensaba en todo lo que mi esposa quería que lleve a casa: leche, pan, huevos y un auténtico deseo de poseerla. En realidad nada de esa lista importaba, lo que yo quería era descansar y desahogar todo el peso del trabajo.

Guardé las ganancias del día en mi caja fuerte y tomé algo de dinero para llevarlo a casa. Me disponía a cerrar el negocio. Estaba a punto de cerrar la puerta. En ese momento escuche algo en el fondo de mi local, se escuchó como un cerdo cuando es castrado. Un sonido espeluznante en realidad, encendí todas las luces. El chillido me inquieto, tome mi cuchillo favorito, me acerque despacio al mostrador, sentía como una gota de sudor bajaba por mi frente y caía en el suelo,  al final no encontré nada. Decidí irme a casa. “Ese ruido debe ser  el chiflón” me dije. Cuando otra vez intenté marcharme, el chillido se escucho con más fuerza, esta vez más cerca, como si me impidiera salir de la carnicería.

Tuve miedo, no puedo mentir. Tomé con firmeza mi cuchillo y corrí hacia donde yo creía que provenía el ruido, abrí la puerta de mi bodega. Me quede con la mirada congelada, no sabía qué hacer, no sabía quién era ella. Vi a una niña, cabello negro y piel blanca, llevaba un vestido de fiesta. “Tiene un bello rostro, tal vez sería más bonita, si no estuviera cubierta de sangre” pensé.

La niña lloraba, abrazaba una muñeca empapada de sangre, empezó a caminar despacio, yo seguía quieto. No podía disimular valor, no dejaba de temblar. La mirada de la pequeña niña me producía un escalofrío que no me permitía pensar con claridad. Quería correr pero mis pies no se movían. La niña comenzó a caminar despacio, con cada paso que ella daba yo me sentía más tranquilo. Ella se me acerco y me enseño su muñeca, me arrodille para observarla mejor, la pequeña muñeca se parecía mucho a mi hija.

-Ella me lastima- dijo la niña señalando la muñeca- es mala.

Ese momento no se me ocurrió preguntar por su nombre, ni por su edad, ni por saber donde están sus padres. Lo único que quería era destruir a esa muñeca. Cerré mis puños con rabia y no despegué mis ojos de la triste figura que se presentaba enfrente mío. Le dije a la niña que se quedara quieta en la bodega. Con la muñeca en la mano fui a mi mesa de trabajo. Puse a la muñeca dentro de mi molino de carne, aún recuerdo como sonaba, aquel delicioso sonido, como si tuviera unos pequeños huesos dentro.

Acabada mi labor fui a la bodega pero ya no estaba la pequeña niña. Sin ponerme la gabardina, ni el sombrero, emprendí el viaje a casa. No recuerdo como llegué, mi esposa como siempre ni notó mi presencia en su cama.

Al día siguiente, llegué algo más tarde a mi trabajo, noté que el molino seguía ahí, lleno de sangre y con olor a carne fresca, pero no tenía nada adentro.

-¿Tomaste la carne del molino?- Le pregunte a mi ayudante.
-La vendí toda, no queda nada- Me respondió.


Ese mismo mes, tres de mis clientas perdieron a sus hijas. No se sabía nada de ellas, ni sus cuerpos aparecían. “Podría ser que esa aparición me llevará al asesino”,  era lo que pensaba, hasta que encontraron un dedo entre la carne que vendo. Aún piensan que fui yo.


Francisco Contreras
Quito-Ecuador

martes, 21 de enero de 2014

El Reloj existencialista.

Había una vez un reloj colgado en la pared. El reloj conocía bien la rutina de la casa, sabía que sus dueños se despertaban a las siete en punto, almorzaban a las doce, cenaban a las ocho de la noche y se acostaban a las diez. Era un reloj feliz, todos lo miraban para saber la hora.

Una tarde ninguno de los habitantes de la casa llegó. El reloj no tenía a quien decir la hora, esperó mucho pero nadie llegó.


-Ya es muy tarde- dijo el reloj- Son más de las doce, ¿cómo sabrán que es hora de almorzar? ¿Acaso ya comieron? ¿Y la hora de la cena? ¿Y la hora de acostarse? No serán exactos en su tiempo. ¿Podría ser que encontraron otro reloj que les diga que es hora de almorzar? ¿Realmente su tiempo dependerá de mí? ¿Qué es el tiempo? Yo sirvo para medirlo pero en realidad no sé lo que es. No creo que el tiempo sea solo una medida. Si yo sé que ha pasado un segundo, ¿los demás también lo sabrán? ¿Mi pensamiento también se mide con minutero y segundero? ¿Cómo se miden los recuerdos? Mi dueño dice que siente el viaje de regreso a casa más corto que el viaje de ida, ¿podría ser que el tiempo depende del espectador, qué es solo una serie de sucesos registrados desde diferentes puntos? No entiendo para qué me construyeron si en realidad no cumplo otra tarea que la de una regla. Nadie ha escrito sobre los relojes que estamos colgados sobre la pared. Todos hablan de una magnitud física con la que medimos la duración o separación de acontecimientos, de "X"s y observadores, pero nadie habla de los relojes de pared.



Al día siguiente los habitantes de la casa aparecieron. Todos desayunaron a la hora de siempre. En el desayuno comentaban sobre las noticias del periódico. "Un científico dijo que el tiempo es relativo" señaló el dueño del reloj. Para la tarde, el reloj ya se había suicidado.


Francisco Contreras
Quito-Ecuador

sábado, 18 de enero de 2014

Atentamente José...



Con la ventana entre abierta y el olor a café emanado por mi viejo jarro, desperté. Era de esas noches luminosas, me animé a pintar. Vivía en el desván de una casa de alquiler, ese era mi taller. Vivía solo. Recuerdo que ella me visitaba, dormía a mi lado. Posaba para mí con un traje de Can Can, siempre alegre, loca y gris. Esa noche ella no estaba. Me acerqué a mi viejo caballete y puse un nuevo lienzo, nuevo como mi soledad. Pinte rayas sin sentido. Cuando me fijé ya estaban formadas las tiras de su liguero. Me vino a la mente la sensación de mis manos subiendo por sus piernas hasta su cintura como preparativo para amarnos. Dejé de pintar, vacié mi cenicero y puse ese cuadro a medio terminar en el suelo. 

A mis veintiséis años no creo haber amado a otra de la misma forma que amé a la buena de María. Limpié la habitación y me dispuse a ir para la terminal de autobuses. Empaqué algunas cosas que creí necesarias en ese momento, llevé mi navaja de afeitar, un libro de Benedetti y varias cartas que mi amadísima me envió alguna vez. Iba con rumbo para el norte, para la casa de María.

Cuando llegue a mi destino eran las cinco de la mañana del 27 de marzo, llovía un poco. Me encontraba frente a la casa de María, firme como asta de bandera militar, respirando profundo para que los nervios no me jugaran mal. Lancé tres piedras a su ventana, se abrieron las cortinas y la pude ver, me miro un instante, luego se perdió en la oscuridad de la ventana. La escuche bajar por las escaleras y abrir la puerta. María me abrazo fuerte y me saludo con un beso en la boca.

-¿Qué haces? Mi marido se puede despertar- dijo María en tono de secreto.

-Tenía que verte, tengo que terminar con esto, ya no puedo seguir engañando a todos los que quiero y respeto- dije apresurado.

María, con una suave sonrisa que iluminó su blanco rostro, me dio a entender que ya sabía el porqué de mi visita.

-No entiendo, nos amamos, ¿acaso ya no te gusto? ¿Me dejaras, verdad? Creí que no eras un cobarde.- dijo María con quebrada voz.

-Te amo y lo sabes bien- dije seguro- Pero no debemos dar más rienda al diablo, ¿qué dirán de ti? ¿Qué dirán de tu marido? No, no puedo arrastrarte a pagar el precio de las habladurías, siempre hablaran ti. Dirán que somos necios, que robé tu amor. Sus palabras mugrosas no te dejaran vivir, ellas nunca platicaran de mí, solo dirán “Ahí viene El Amante”. No hagas esto más difícil. Hasta hoy, solo hasta hoy, he compartido lo que tú me has regalado. Mi taller te extrañará, pero tu cuerpo ya no pertenecerá a mis lienzos, ahora será solo de las manos de tu esposo.

María lloraba como una niña. Me miro de pies a cabeza y se seco todas las lágrimas. Me tomó del brazo y me introdujo en su casa, como dos maleantes, sin hacer ruido alguno. Entramos a una habitación de huéspedes, tenía solo una cama y un viejo televisor, nada de muebles. María se paró frente a mí, ella se desnudó despacio, me quitó la ropa, me beso con pasión y angustia. Todo lo que pasó en esa habitación fue una masa de lágrimas y placer. Luego de una hora entendí que esa era una digna despedida. Me vestí y salí de aquella casa. No necesite mi navaja de afeitar. Aquella hora dentro de la casa de María fue suficiente suicidio.

***

Pasaron seis meses de nuestra despedida, vi a María un par de veces en la iglesia, por eso preferí no volver por allá. Yo ya no tenía taller, no había donde pintar a María, u otra muchacha. Ahora mi taller era un cafetín. Vivía con mi hermano en un departamento. 

Antes de dejar mi taller alcance a pintar un último cuadro. Pinté una escena religiosa, la Virgen embarazada de Jesús. Se lo envié a María por correo, junto a una carta.

La carta decía:

“Di que fue el Espíritu Santo. Att: José”

Francisco Contreras
Quito-Ecuador

lunes, 13 de enero de 2014

Poco saludable pero necesario…

Era una noche de tóxico ambiente, humo de cigarro acompañado de tristeza y el olor a alcohol que inundaban la habitación. Ahí en ese sillón de estudio estaba yo, con mi vaso de whisky y ojeando un libro que ya he leído. Miré el reloj y ya eran las doce, pero no me sentía cansado y tampoco tenía sueño. Prendí la radio y solo se escuchaba esa música que se baila en las fiestas, de esos bailes que sirven como simples pretextos para notar lo ridículo que es el ser humano. Apagué la radio con un poco de ira y me llené otro vaso de aquel trago que aprecio tanto. Me puse a pensar en mi pasado, de aquella juventud que se me fue arrancando del cuerpo con los años. Estoy solo, tuve de joven deseos por alcanzar esta tan preciada soledad, pero creo que al alcanzarla no fue lo mismo.
Ya casi estaba borracho. Me levanté bruscamente del sillón, bebí lo que me quedaba en la botella y con odio la arrojé contra la pared, rompí el retrato que estaba allí colgado, el  de aquella muchacha. Con dificultad saqué otra botella de mi gabinete, era un trago barato de esos que queman las tripas, y la empecé a beber con ganas. El “buen Mario” era como me decían antes, ahora ni siquiera me miran. No dejé de tomar de esa botella, sentía que si despegaba mis labios de la fría boca de la garrafa, yo moriría. Acabé  escupiendo y diciendo maldiciones sin sentido. Me tiré en la silla y entre mareos pude divisar un espejo enorme que estaba al final de la habitación. Camine despacio, no por el alcohol sino por sospecha, sentía que ese espejo no era inocente, que escondía un ser en su interior. Recogí del suelo un cigarrillo cubano y lo prendí, absorbí lentamente  el humo admirando como se iba consumiendo.
Caminé como caminan los borrachos acostumbrados, con pasos firmes pero sin dirección. Me detuve frente al espejo, tomé esa última pitada del cigarrillo y   lo apagué en el marco del espejo.
-Me visitas otra vez – le dije. – Y vienes ante mí con esa estampa de borracho miserable, salido de una inmunda cantina donde el olor a orina se mezcla con el de la cerveza. ¡Qué quieres! Me miras con tus ojos inyectados de odio, de pena y de asco. Vienes a apedrear con suspiros las rejas de mí ser. No me hables de poemas, no me recuerdes a la mozuela que tenía marido, no me hables de mi familia ni de los amigos que ya me han olvidado. Pues sí, sé que al pie de mi tumba solo estarán hombres por compromiso y cuervos que creerán que tengo algo digno de su posesión. Te presentas con tu figura tonta que aun tiene rastros de lo que algún día fuiste. ¡Lárgate, y déjame con mi soñada soledad! “El buen Mario”, así te llamaban. Pero has muerto y pronto yo también, no vengas a darme consuelo, que bien sabes que no tengo remedio. ¿Qué aun tengo mucho por vivir? ¿Qué tengo que ser feliz? Eso es para los vacíos de espíritu que creen que  lo efímero de la felicidad perdurará en su vida, el sufrimiento es el principio y fin de toda esa alegría. Yo ya he vivido y sé como son las cosas, no quiero tus consejos de revista de supermercado. Te destrozaré como a todos los fantasmas que me han perseguido durante estos diez años. ¡Vete! ¡Cállate!...
            Lo escupí, me abalancé hacia el espejo y lo golpeé con mis puños hasta que se rompió. Mis manos y mis brazos estaban tirando sangre por chorros, pero yo seguía golpeando al casi inexistente espejo.  La embriagues y la hemorragia hicieron que me comienzara a desmayar. Me retorcía,  luego perdí  por completo el conocimiento.
            Aturdido, me desperté dos horas después. Pude levantarme pero con gran dificultad, tape mis heridas con periódicos y ropa que encontré en la habitación. Salía rápidamente de casa y tomé un taxi con dirección al hospital más cercano.
 – ¡Dios mío!- dijo el taxista - ¿Lo han robado señor?- pregunto con temor.
 –Ya nada pueden quitarme, todo lo he perdido, y el que me despojó de todo ha muerto hace diez años-  respondí.
Llegué al hospital y me desplomé a la entrada, la pérdida de sangre fue demasiada. En la camilla, abrí los ojos varias veces y pude ver algunas enfermeras que se acercaban a mí  con lástima, logré escuchar sus conversaciones.
-Pobre hombre- dijo las más vieja de las enfermeras – lo he visto varias veces, unas tres o cuatro de lo que va del año. Siempre  viene con la misma clase de heridas. Nunca nos explica el porqué, y si alguien le llega a insistir, solo contesta: “Es poco saludable pero necesario”.
            Salí del hospital al amanecer. Fui a una pequeña tienda y compre un espejo. No es problema comprarlo, a mí siempre me hacen un descuento.


Francisco Contreras
Quito- Ecuador