Era la mejor de las
épocas, era la peor de las épocas, la edad de la lujuria, y de la poca
literatura. Teníamos dieciséis años y suficiente dinero para embriagarnos. Era semana
de exámenes en el colegio. La costumbre:
Salir del colegio e ir a la casa de Josué, tomar unas cervezas y grabar videos de las tonterías que hacíamos.
Cuando llegamos a la casa
de Josué, en uno de esos conjuntos habitacionales, tuvimos una idea. Queríamos
grabar un video antes de emborracharnos. Todos aceptamos y fuimos al lote
baldío que existe junto al conjunto.
En ese lugar logré ver
muchas baldosas apiladas en el suelo, rezago de alguna construcción. Agarré dos
baldosas y me dirigí en dirección a mi amigo David.
-Rompamos las baldosas
de un golpe- le propuse.
-Dale, tú primero- dijo
David con un tono que hacía notar su incredulidad ante tal hazaña.
David tomó la baldosa
con ambas manos a una distancia de veinte centímetros de su pecho. Cubrió sus
manos con las mangas de su chompa y dijo estar listo. Yo me puse en posición de
combate, como si de un video de Bruce Lee se tratara. Lancé el puñetazo. La
baldosa se rompió y un trozo golpeó el pecho de David, reímos. Ya era el turno
de mi corpulento amigo David. Intenté ponerme en la misma postura que él, tomé
muy fuerte la baldosa a una distancia de cuarenta centímetros de mi pecho. Dije
estar listo, pero cómo saberlo en realidad. David lanzó un fuerte golpe. Yo
sentí que podía ver en efecto de cámara lenta. Recuerdo cada detalle: El
rompimiento de la baldosa, aquellos fragmentos volar a mi dirección, a mis manos doblarse por la
potencia del golpe y aquel trozo de baldosa rebanar un retazo de mi brazo
derecho.
La sangre salió por
chorros. Tapé la herida con mi mano izquierda y miré a David a los ojos, él
estaba asustado.
-¡Mierda! ¿Qué
hacemos?- le dije.
-¡Corre hijue puta,
vamos lavarte eso!- contestó mientras me jalaba del hombro en dirección a mis
otros compañeros.
Corrimos todos a la
casa de Josué. Lavé la herida con agua del grifo y la cubrieron con algodón.
David hizo un improvisado torniquete en mi brazo (David ahora estudia medicina).
Salimos a la carretera.
Ninguno sabía a dónde ir. Lenin, quién
llevaba la cámara para grabar los videos, dijo efusivo: “¡Vamos al Eugenio
Espejo!”. Yo le contesté: “¡Excelente idea Lenin, vamos!”. El hospital Eugenio Espejo se encuentra a veinticuatro kilómetros de
donde nos encontrábamos.
Subimos al balde de una
camioneta con dirección a un centro de salud. En ese momento la realidad
ecuatoriana nos dio un chirlazo, el centro de salud estaba cerrado. Noté que en
frente de donde estábamos había una farmacia, la puerta estaba abierta,
entramos y nos encontramos con un consultorio médico clandestino.
Cogimos turno en una
pequeña sala de espera, paredes amarrillas y revistas viejas en una mesa. Había
muchos niños, al parecer el médico era pediatra. Una señorita me dio el paso a
la oficina del doctor. En ningún momento aquel médico preguntó la procedencia
de mi herida, se limitó a lavarla con Merthiolate, ponerle anestesia y coserla.
Diez puntos y casi me corto los tendones del antebrazo.
Mientras el doctor
cosía mi herida le salpicó sangre en el mandil. Miró su mandil, intentó limpiarlo
pero terminó quitándoselo y lo entregó a la señorita recepcionista (que al
parecer no era enfermera), ella lo llevó
con cara de asco. Cuando la señorita salió a la sala de espera con el mandil
ensangrentado, escuché a Lenin decir: “¡Hijue puta! Les dije que era de ir al
Eugenio Espejo”. Alguien más dijo: “Duérmalo doctor para que no sufra”.
Pasado el susto,
reímos. Notaron que la herida tenía forma de NIKE. Se apenaban de no grabar lo
que me pasó, tan solo lograron tomar una foto de la herida abierta.
Nos fuimos del
consultorio clandestino. Caminamos en silencio hasta que Lenin dijo: “Bueno, ¿y ahora si vamos a beber?”.
Francisco Contreras
Quito - Ecuador