lunes, 13 de enero de 2014

Poco saludable pero necesario…

Era una noche de tóxico ambiente, humo de cigarro acompañado de tristeza y el olor a alcohol que inundaban la habitación. Ahí en ese sillón de estudio estaba yo, con mi vaso de whisky y ojeando un libro que ya he leído. Miré el reloj y ya eran las doce, pero no me sentía cansado y tampoco tenía sueño. Prendí la radio y solo se escuchaba esa música que se baila en las fiestas, de esos bailes que sirven como simples pretextos para notar lo ridículo que es el ser humano. Apagué la radio con un poco de ira y me llené otro vaso de aquel trago que aprecio tanto. Me puse a pensar en mi pasado, de aquella juventud que se me fue arrancando del cuerpo con los años. Estoy solo, tuve de joven deseos por alcanzar esta tan preciada soledad, pero creo que al alcanzarla no fue lo mismo.
Ya casi estaba borracho. Me levanté bruscamente del sillón, bebí lo que me quedaba en la botella y con odio la arrojé contra la pared, rompí el retrato que estaba allí colgado, el  de aquella muchacha. Con dificultad saqué otra botella de mi gabinete, era un trago barato de esos que queman las tripas, y la empecé a beber con ganas. El “buen Mario” era como me decían antes, ahora ni siquiera me miran. No dejé de tomar de esa botella, sentía que si despegaba mis labios de la fría boca de la garrafa, yo moriría. Acabé  escupiendo y diciendo maldiciones sin sentido. Me tiré en la silla y entre mareos pude divisar un espejo enorme que estaba al final de la habitación. Camine despacio, no por el alcohol sino por sospecha, sentía que ese espejo no era inocente, que escondía un ser en su interior. Recogí del suelo un cigarrillo cubano y lo prendí, absorbí lentamente  el humo admirando como se iba consumiendo.
Caminé como caminan los borrachos acostumbrados, con pasos firmes pero sin dirección. Me detuve frente al espejo, tomé esa última pitada del cigarrillo y   lo apagué en el marco del espejo.
-Me visitas otra vez – le dije. – Y vienes ante mí con esa estampa de borracho miserable, salido de una inmunda cantina donde el olor a orina se mezcla con el de la cerveza. ¡Qué quieres! Me miras con tus ojos inyectados de odio, de pena y de asco. Vienes a apedrear con suspiros las rejas de mí ser. No me hables de poemas, no me recuerdes a la mozuela que tenía marido, no me hables de mi familia ni de los amigos que ya me han olvidado. Pues sí, sé que al pie de mi tumba solo estarán hombres por compromiso y cuervos que creerán que tengo algo digno de su posesión. Te presentas con tu figura tonta que aun tiene rastros de lo que algún día fuiste. ¡Lárgate, y déjame con mi soñada soledad! “El buen Mario”, así te llamaban. Pero has muerto y pronto yo también, no vengas a darme consuelo, que bien sabes que no tengo remedio. ¿Qué aun tengo mucho por vivir? ¿Qué tengo que ser feliz? Eso es para los vacíos de espíritu que creen que  lo efímero de la felicidad perdurará en su vida, el sufrimiento es el principio y fin de toda esa alegría. Yo ya he vivido y sé como son las cosas, no quiero tus consejos de revista de supermercado. Te destrozaré como a todos los fantasmas que me han perseguido durante estos diez años. ¡Vete! ¡Cállate!...
            Lo escupí, me abalancé hacia el espejo y lo golpeé con mis puños hasta que se rompió. Mis manos y mis brazos estaban tirando sangre por chorros, pero yo seguía golpeando al casi inexistente espejo.  La embriagues y la hemorragia hicieron que me comienzara a desmayar. Me retorcía,  luego perdí  por completo el conocimiento.
            Aturdido, me desperté dos horas después. Pude levantarme pero con gran dificultad, tape mis heridas con periódicos y ropa que encontré en la habitación. Salía rápidamente de casa y tomé un taxi con dirección al hospital más cercano.
 – ¡Dios mío!- dijo el taxista - ¿Lo han robado señor?- pregunto con temor.
 –Ya nada pueden quitarme, todo lo he perdido, y el que me despojó de todo ha muerto hace diez años-  respondí.
Llegué al hospital y me desplomé a la entrada, la pérdida de sangre fue demasiada. En la camilla, abrí los ojos varias veces y pude ver algunas enfermeras que se acercaban a mí  con lástima, logré escuchar sus conversaciones.
-Pobre hombre- dijo las más vieja de las enfermeras – lo he visto varias veces, unas tres o cuatro de lo que va del año. Siempre  viene con la misma clase de heridas. Nunca nos explica el porqué, y si alguien le llega a insistir, solo contesta: “Es poco saludable pero necesario”.
            Salí del hospital al amanecer. Fui a una pequeña tienda y compre un espejo. No es problema comprarlo, a mí siempre me hacen un descuento.


Francisco Contreras
Quito- Ecuador

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