sábado, 18 de enero de 2014

Atentamente José...



Con la ventana entre abierta y el olor a café emanado por mi viejo jarro, desperté. Era de esas noches luminosas, me animé a pintar. Vivía en el desván de una casa de alquiler, ese era mi taller. Vivía solo. Recuerdo que ella me visitaba, dormía a mi lado. Posaba para mí con un traje de Can Can, siempre alegre, loca y gris. Esa noche ella no estaba. Me acerqué a mi viejo caballete y puse un nuevo lienzo, nuevo como mi soledad. Pinte rayas sin sentido. Cuando me fijé ya estaban formadas las tiras de su liguero. Me vino a la mente la sensación de mis manos subiendo por sus piernas hasta su cintura como preparativo para amarnos. Dejé de pintar, vacié mi cenicero y puse ese cuadro a medio terminar en el suelo. 

A mis veintiséis años no creo haber amado a otra de la misma forma que amé a la buena de María. Limpié la habitación y me dispuse a ir para la terminal de autobuses. Empaqué algunas cosas que creí necesarias en ese momento, llevé mi navaja de afeitar, un libro de Benedetti y varias cartas que mi amadísima me envió alguna vez. Iba con rumbo para el norte, para la casa de María.

Cuando llegue a mi destino eran las cinco de la mañana del 27 de marzo, llovía un poco. Me encontraba frente a la casa de María, firme como asta de bandera militar, respirando profundo para que los nervios no me jugaran mal. Lancé tres piedras a su ventana, se abrieron las cortinas y la pude ver, me miro un instante, luego se perdió en la oscuridad de la ventana. La escuche bajar por las escaleras y abrir la puerta. María me abrazo fuerte y me saludo con un beso en la boca.

-¿Qué haces? Mi marido se puede despertar- dijo María en tono de secreto.

-Tenía que verte, tengo que terminar con esto, ya no puedo seguir engañando a todos los que quiero y respeto- dije apresurado.

María, con una suave sonrisa que iluminó su blanco rostro, me dio a entender que ya sabía el porqué de mi visita.

-No entiendo, nos amamos, ¿acaso ya no te gusto? ¿Me dejaras, verdad? Creí que no eras un cobarde.- dijo María con quebrada voz.

-Te amo y lo sabes bien- dije seguro- Pero no debemos dar más rienda al diablo, ¿qué dirán de ti? ¿Qué dirán de tu marido? No, no puedo arrastrarte a pagar el precio de las habladurías, siempre hablaran ti. Dirán que somos necios, que robé tu amor. Sus palabras mugrosas no te dejaran vivir, ellas nunca platicaran de mí, solo dirán “Ahí viene El Amante”. No hagas esto más difícil. Hasta hoy, solo hasta hoy, he compartido lo que tú me has regalado. Mi taller te extrañará, pero tu cuerpo ya no pertenecerá a mis lienzos, ahora será solo de las manos de tu esposo.

María lloraba como una niña. Me miro de pies a cabeza y se seco todas las lágrimas. Me tomó del brazo y me introdujo en su casa, como dos maleantes, sin hacer ruido alguno. Entramos a una habitación de huéspedes, tenía solo una cama y un viejo televisor, nada de muebles. María se paró frente a mí, ella se desnudó despacio, me quitó la ropa, me beso con pasión y angustia. Todo lo que pasó en esa habitación fue una masa de lágrimas y placer. Luego de una hora entendí que esa era una digna despedida. Me vestí y salí de aquella casa. No necesite mi navaja de afeitar. Aquella hora dentro de la casa de María fue suficiente suicidio.

***

Pasaron seis meses de nuestra despedida, vi a María un par de veces en la iglesia, por eso preferí no volver por allá. Yo ya no tenía taller, no había donde pintar a María, u otra muchacha. Ahora mi taller era un cafetín. Vivía con mi hermano en un departamento. 

Antes de dejar mi taller alcance a pintar un último cuadro. Pinté una escena religiosa, la Virgen embarazada de Jesús. Se lo envié a María por correo, junto a una carta.

La carta decía:

“Di que fue el Espíritu Santo. Att: José”

Francisco Contreras
Quito-Ecuador

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